Avaricia en tiempo de virus

Miguel Albiñana

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26-04-2020

Aunque desde su etimología latina (avaritia) la palabra nos lleva al significado de poseer con ansia, tal avidez parece acompañar, de una u otra manera, a todos los pecados capitales, en la medida que constituye un afán desmedido de algo. Ese algo que, en sí mismo, no es perjudicial, pero que la pasión lo lleva a ser arrastrado por una fuerza que el equilibrio saludable del yo no puede detener, controlar o armonizar.

Así que, si el cristianismo nos habla de pecados o errores “capitales”, es decir principales, es porque arrastran a la persona a actitudes desbocadas en asuntos que tienen importancia esencial. Se dan entonces dos factores: uno que se trata de un asunto de relevancia “capital”, y dos que desborda una fuerza innata que es útil si permanece bajo control, mas no si se trastorna.

El afán descontrolado de posesión, de cosas, bienes materiales o inmateriales, necesarias o innecesarias, convierte al avaro en un juguete de su pasión, a la que queda fijada por el pensamiento desordenado de que es esa la única salida a su necesidad, convertida ahora en obsesión, ansiedad o angustia. Ese afán de tenencia tiene como contrapartida un tremendo temor de perder la ya poseído, tejiendo una red o una protección férrea para no perder, soltar o compartir lo que ya tiene.

Es decir que la avaricia tiene estas dos vertientes, por una parte, el deseo inmoderado de perder lo que se podría tener y, por otra, el temor incontrolado de perder lo ya poseído. Y esto, a su vez, lleva a una permanente insatisfacción que no colma el alcanzar la posesión ni tampoco la acendrada defensa de lo ya obtenido.

La avaricia acaba siendo:

"un pozo sin fondo que agota a la persona en un esfuerzo interminable de satisfacer la necesidad sin alcanzar nunca la satisfacción."

Erich Fromm

El avaro queda esposado de “un esfuerzo” inútil, pues no hay meta que lo frene o lo detenga, dado que es una compulsión que lleva a la repetición sin meta u objeto que alcanzar. Así como el goloso no se satisface por mucho que devore y busca nuevas satisfacciones sin meta real, el avaro no tiene nunca seguridad de tener suficiente o de mantener lo poseído, bien sea por temor a perder lo adquirido, bien por conseguir más de lo que en verdad necesita. Por ello, requiere retener y su pasión insatisfecha se relaciona con el no soltar, con el aferrarse.

 La avaricia se corresponde con la codicia, o compulsión de posesión, aunque no siempre de atesorar lo conseguido. La codicia puede manifestarse en la compulsión de adquirir bienes materiales, pero también fama o poder o gloria o amor… 

También se relaciona la avaricia al acaparamiento compulsivo, o afán de poseer por el mismo deseo de desear más. Este tipo de pasión conlleva una insatisfacción permanente reemplazada por el deseo incesante de querer más. Tiene que ver con la insaciabilidad.

 En psicología se habla del síndrome de Diógenes, que obliga a su portador a acumular objetos innecesarios olvidándose de sus propias necesidades, sin que haya conciencia del cuidado propio. Aunque comparte nombre con el filósofo griego de la escuela cínica, Diógenes, tal como es conocido históricamente, se limitaba a renunciar a todo aquello que no fuera imprescindible y vivía con espartana actitud que no conllevaba maltrato hacia sí mismo.

Entre los nueve tipos caracterológicos del Eneagrama, y la corriente de pensamiento que lleva su nombre, se cita también la avaricia como uno de los rasgos de personalidad que llevan consigo un error de visión.

    “Es detestable esa avaricia espiritual que tienen los que sabiendo algo, no procuran la transmisión de esos conocimientos.”

Unamuno

El avaro teme quedarse sin su experiencia, sin su conocimiento si lo comparte. Tiene miedo, sin a veces contactar con esa sensación.

En esta forma de contemplar la avaricia, se tiene más en cuenta la dificultad del tipo avaro para compartir su experiencia y su persona con los demás. Ello acaba forjando un mecanismo de aislamiento, en el que la necesidad propia queda disminuida o incluso anulada. Se compensa con un tipo de falsa autosuficiencia, con un pensamiento fijado de “no necesito de los demás y me basto solo”.  El tipo avaro defiende así sus fronteras estableciendo un contacto ficticio por medio de la negación del afecto y la potenciación de sus límites con una fuerte desvaloración del contacto.

   El-la avaro-a eneagrámico-a parece tener una vida interior intensa, que suele sentir internamente como empobrecida. Un desierto emocional que le cuesta compartir y que es sustituido por una forma intelectual de entender la vida. Esa manera parece evitar sufrimientos mayores, en especial el rechazo a la frustración del amor.

Entendida de esta forma, la avaricia pasa a ser más bien un empobrecimiento interior, que va seguido de un temor a quedarse sin lo poco que la naturaleza le ha proporcionado. Aunque mejor habría de decirse que el avaro sufre las consecuencias de un desamor histórico y evita peores males negando la existencia de este y su intensidad en la vida.

En tanto que síndrome, la avaricia así entendida puede calificarse como:

“un apego excesivo a tales posesiones al punto que se incomodan si otros tocan sus cosas, o les angustia la idea de desechar o separarse de éstas debido a una necesidad percibida de guardarlas o rescatarlas”.

 Si entendemos la avaricia como un punto intermedio entre el miedo al rechazo y a la pérdida y una negación de la carencia, compensada por el estoicismo, comprobaremos que la avaricia no está sola, sino relacionada con el resto de sus hermanos pecados capitales.

En el pensamiento budista podemos hallar más la palabra codicia que la de avaricia. Así entendida, la avaricia está basada en una errada conexión material con la felicidad. Siendo la realidad una figuración de la mente que no puede percibir la inpermanencia, la mente avara o codiciosa se desvía hacia la retención de lo material (entendido en sentido amplio) y le atribuye felicidad. Este equívoco mantenido no hace sino perpetuar el sufrimiento, pues siendo todo in-permanente el ego persigue la felicidad en lugares erróneos, en lugar de darse cuenta del verdadero ser de las cosas y de sí mismo.

A cada pecado capital el cristianismo le puso un antídoto. Un recordatorio para la pasión desbordada. Una especie de antídoto que cada persona ha de tener en cuenta con relación a los pecados capitales, y en particular al que más le cuesta tener contenido.

La generosidad nos habla no solamente de compartir los bienes materiales o culturales, sino de compartirse. De entender lo que verdaderamente significa el contacto con la vida, con los/as demás, con la corriente que nos acompaña el tiempo que estamos vivos.

La persona generosa, idealmente, no teme compartir pues sabe que todo está relacionado y que lo que por un lado se va por otro regresa.

En esta temporada que nos toca vivir la generosidad abarca no solamente una actitud personal, sino social y planetaria. La generosidad con todas las personas sin distinción, con todos los seres vivos y con el mismo planeta Tierra del que formamos parte y que nos sustenta.

Una actitud generosa se enfrenta a la codicia y al temor a quedarse sin nada. Frente al pesimismo del avaro, está la actitud abierta, alegre y optimista del generoso. Una actitud que se dificultad, es verdad, en una sociedad individualista en el que se prima al “ganador” frente al perdedor y al triunfador en todos los frentes, incluido el espiritual.

La meditación sobre la actitud de la persona generosa es esencial frente a la avaricia. Si hemos tenido una educación y una familia sana, podemos verlo en cual fue la actitud de los padres, que se privaron para poder darnos. Lo vemos en la naturaleza con solamente ver a nuestros congéneres los animales.

El Humano tiene además la consciencia del ser, algo que parece privativo de la especie. Y es desde la consciencia desde donde podemos partir para ver el error y rectificar.

Como polaridad avaricia-generosidad es un tema de reflexión en estos días de confinamiento.

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