Miguel Albiñana
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En estos días en que el mundo parece estar revuelto y hemos perdido la seguridad que nos daba, en la amenaza de la pandemia anunciada, es conveniente recordar que la vida es insegura y que nada permanece.
Es desde ese punto en que he escrito esta reflexión. Espero que os anime a pasar este obligado descanso en aislamiento
Desde el mismo momento en que la vida se produce, acogida en un ser individual, se origina una constante combinación de estos dos factores, de agitacion y de reposo, que permiten la vida y la pervivencia de los seres vivos.
En el humano, puede que la combinación se vea abundantemente alterada por el hecho de que, desde la razón, el pensamiento, el intelecto, cabe prever, al menos en parte, lo que pueda llegar a pasar, en función de lo ya sucedido. Esa maravillosa capacidad de previsión produce también la posibilidad de control y de miedo a lo desconocido, al porvenir.
Este hecho, que podemos llamar órgano humano previsor, funciona como un potencial evolutivo reciente. Ha dado enormes resultados a la hora de dominar el ambiente y alargar la vida, haciéndola más segura y previsible.
En ocasiones, el intelecto pierde incluso el punto de realidad. Nos parece que todo puede ser previsto. De ahí, por tanto, que creamos que poseemos la capacidad de evitar todas las situaciones no deseadas. Acaba, o puede terminar originando, una especie de fantasía de seguro de vida, dirigido a todos los puntos cardinales en el espacio y en el tiempo.
El humano se olvida de esa manera de su carácter de ser vivo, efímero, inseguro y rodeado de un ambiente que le altera y le cambia y que siempre termina en la muerte.
Tanta está siendo la necesidad de preverlo todo, de lograr un ambiente de seguridad, en particular en los países ricos y entre sus clases más acomodadas, que todo está sujeto a ser asegurado. Y se han creado empresas que nos compensan por las ruinas, las muertes, las enfermedades y todavía faltaría la garantía frente a la sensación de dolerse de la angustia y la perentoriedad de las perdidas, de las enfermedades y de la muerte.
En medio de esta situación, el individuo vive, como de otra manera no cabe, una angustia constante por la desgracia y por la pérdida.
Todo el sistema económico, político, social, y religioso tiende a asegurarnos la fantasía de que, si lo hacemos bien, nada malo puede llegar a pasar. La cosa llega al paroxismo en lo religioso, con la promesa de vidas futuras de excelente calidad si nos portamos bien, somos generosos y benéficos con y hacia quienes nos rodean.
Y hay algo de esto último en lo que estoy de acuerdo. Hacer lo que normalmente se llama el bien, la cualidad de la compasión, la caridad, la ayuda al prójimo etc. suele sustraer del sufrimiento y traer una situación de felicidad en el presente. Probablemente, mucha más que el egoísmo, la falta de solidaridad, el odio y demás.
Es decir que el bien retribuye en el presente y suele traernos sino el bien al menos bien.
Sin embargo, hagamos el bien o el mal, es necesario cocinar la vida con los dos elementos mencionados: riesgo y tranquilidad. Y con la absoluta seguridad de que el cambio es constante y nos lleva a un final previsible y necesario e inevitable.
Por una parte, un escenario de permanente riesgo nos puede producir enfermedad, stress y conlleva daño. Y que también nos excita, nos mueve y nos permite una vida con cambios.
Por otro lado, un contexto de tranquilidad, de búsqueda de seguridad y descanso, acaba con la vida como tal, que está sometida siempre al cambio y a la in-permanencia. En términos absolutos, no es real, puesto que no toma en cuenta los parámetros de la vida que son de transformación y de cambio.
Hay personas que están más polarizadas hacia y la seguridad y otras hacia el riesgo.
Es conveniente echar una ojeada a la propia vida y ver analizar cuales han sido las condiciones en que nos hemos movido. Qué recompensas han tenido nuestras experiencias en uno y otro sentido. Y cuales han sido las consecuencias del cambio y de la seguridad.
De esta manera, podemos hacer un balance personal e intransferible de lo que nos falta -más agitación o más calma- y actuar para incluirlo en nuestra existencia.
«El significado y el objetivo de danzar es la danza. Igual que la música, se realiza plenamente en cada momento de su curso. No se toca una sonata para llegar al acorde final, y si el significado de las cosas estuviera simplemente en los finales, los compositores solo escribirían últimos movimientos».
Alan Watts